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Carta a Sarita en la Morgue
Emilio Mendoza, 1994

Septiembre 14, 1994

Al fin he llegado a un sitio fijo, y cómo me hacía falta. El cuartico de Potsdam, Alemania, es chiquitico, no más cabe una cama con una mesita y eso es todo. La mesa sin embargo es muy fina, de madera acabada y rodeada de muchas lámparas. Claro, es para profesores, todos los que viven aquí son profesores, no se dónde están sus familias. Todavía andan de vacaciones y por eso estoy solo.

He dado tantas vueltas y tengo el jet-lag que no sé dónde estoy parado. Todo está en silencio y se me olvidó traerme algo para comer. Salí en busca de un teléfono monedero para llamar a alguien, pero no conseguí. Todo está muy solo y silencioso. Como no encuentro con quién hablar, ya que no tengo nada más por terminar, no hay teléfono ni comida, mi guitarra no está conmigo porque se está arreglando: te escribo una carta, Sarita, porque se que sí me olles. Siempre me escuchaste.

Ya que guardé todo, no me parece tan malo. Muebles de madera buena y sólida, huelen como a las camas danesas de Capuy que mis padres habían comprado para nosotros. Simplemente me faltaba un orden. Después de una comida con uno de los alemanes, no paré hasta tener hasta el último lapicito en su puesto, ya mañana empezaré una etapa nueva, y por eso te escribo.

Hay un radiecito pequeño y bueno. Siempre cuando me agarra la noche tarde, me agrada la radio porque ponen música de guitarra clásica, quizás por que en sí es suavecita, sutil para estas horas. Me dedicaron el Concierto de Aranjuéz de J. Rodrigo, versión de Julian Bream. Prefiero todavía la de Alirio Díaz. Me acuerdo que la oí por primera vez con Gil Otero en la casa Lindavista, en El Toronjil. Él apagó todas las luces después de que nos habíamos deleitado con un fondue de carne exquisito. Todavía no sabíamos lo que eran las novias ni despechos, la muerte ni el dolor de ausencia. Pero me acercó a sentir algo profundo, algo bello indescifrable a través de la música. Rodeados de estrellas como asombran sólo en San Antonio por su cantidad, y adornados por comentarios cortos de grillos y sapitos, parecía interminable la música. Como el sueño que se convierte en paz dormida, sin linderos entre el sentir y la fantasía. Que bello Gil, ¡qué gran lección de música me dió!. Dos muchachos asomados inocentemente a la inmensidad del universo espacial, de la música envolvente en una noche tibia, con la vida abierta a la imaginación.

No sé si me quiero cambiar a otro cuarto más grande, como me lo ofrecieron. Se asustaron con la cantidad de maletas que tenía. Ahorita está de mi satisfacción porque está todo guardado y no me importaría quedarme. Hay que verle la cara a los otros tipos porque hay que compartir los baños y la cocina.

Qué sola estaría Sarita al saber que no tenía regreso. Sola como un nené abandonado. Ya sin cuerpo, se le oscurece el pensamiento hacia un sueño final. ¡Que solo el cuerpo que no cambia la mirada!, torpe en la morgue, difícil de embojotarla. Me sorprendió al acariciarle la cabeza para cerrale un ojo, que me saltó la mano al tocarle un pozo de sangre donde reposaba. Más solos somos todos, que no sabemos dónde buscarla.

Septiembre 18, 1994

Hoy me levanté tarde de nuevo, aunque había puesto el despertador y lo apagué varias veces. Tuve uno de los sueños más claros y fuertes que haya tenido desde hace tiempo. Así soñaba cuando era pequeño. Estábamos toda la familia de viaje, incluyendo a Anela, y regresábamos al aeropuerto de Venezuela aunque no era Maiquetía. Hubo algún problema en la aduana y nos llevaron un gran número de oficiales de todos los tipos, mujeres y hombres, a un cuarto para hacernos unas cuantas preguntas. Me recordó la lucha que Sarita siempre mantuvo contra las injusticias de las autoridades, cómo peleaba de verdad, incluyendo el famoso baile de flamenco en el Banco de Venezuela, cuando no la atendían. Tuve la certeza que de ahí ibamos a salir bien, la seguridad de que Sarita lo resolvía todo, cueste lo que costara. Pero los oficiales fueron amables, nos preguntaron y a seguir narramos todo el cuento de las enfermedades de Sarita, y cómo era un milagro que ella estuviera allí viva después de todo eso. Al narrarlo, rompí en llanto brusco y corto, de mucha intensidad. Expliqué que ella había incluso estado muerta con entierro y todo, y que resucitó, tal como lo hizo varias veces en la clínica después de aquel famoso "derrame" que no habia sido tal, pero que todos pensamos que estaba al borde de la muerte. A la salida de ese cuarto, hacia el carro, un caminito con bastantes lirios, azaleas de varios colores, vientecito y colores rojizos de las tardes sanantoñeras, Sarita nos aclaraba a mí y a Mercedes [Olmos] lo bien que se había podido comer las sopitas de apio que Merce le había hecho. Me daba cuenta que Sarita hablaba pasito pero bien claro y que el pelo lo tenía acomodadito.

Tantas veces que sobrevivió sus enfermedades, incluso varias "muertes médicas," pensé que todavía estaba vivita y coleando.

Septiembre 28, 1994

Ahora que tengo calma, silencio contínuo, me sale la conversación, las ideas e imagenes sobre tí. Puedo dialogarte, puedo sentirte madre, puedo llorar tranquilo.

Creo que cuando me muera, lo voy a saber con bastante precisión. Sabía que iba a poder hablar contigo y mostrarte las niñas, tocarte guitarra como me lo habías pedido. Íbamos a hacer un concierto para la comunidad en casa de Mercedes Pardo, con un vinito y algunas exquiciteses. Te moristes inesperadamente, pero justo a tiempo para yo poder asistir a tu velorio, y tocarte la guitarra toda la noche. Tenía el avión al día siguiente: un día más y me hubiera ido. O quizas no. Toque toda la noche, aún cuando ya sólo quedaban cuatro personas en el velorio. Antonio el jardinero margariteño no paró de hablar y echar sus cuentos con sus carcajadas típicas para él sólo, mientras yo tocaba. Pero en las piezas largas, de J.S. Bach, le ganaba el sueño.

Después de buscar por tu cuarto y por la morgue tu vestido, lo dimos por perdido. Botado por el enfermero de turno, o simplemente robado. Un problemita raro a última hora: ¿Que te vamos a poner? Preferiblemente un vestido elegante que una dormilona. Algo que te luzca en acción. Tu nunca fuiste una mujer que arrastrara las cholas, viejita olvidada. Cuando abrimos la morgue, estabas sola, embojotada. Me sorprendió que el cuarto no estuviera enfriado. Ya tenías varias horas de muerte y pronto te ibas a podrir. Eras un bojotico de mantas, con algo pesado adentro. Realmente era una excusa oportuna, yo lo sabía por dentro, poco me interesaba el vestido. Sí quería, sin embargo, verte de cerca, sentir el rechazo frío de una mano desangrada con uñas invisibles, presionar con mis ojos el vacío sin respuesta de tus perlas negras inmoviles. Acariciar tu pelo gris espeso y acomodarlo para la ocasión que venía a seguir: tu gran entierro en San Antonio, con tu gente, tus niños chicos y grandes, todos fuimos tus alumnos. Todos los padres y políticos, borrachos y locos, perros y carros, lirios y cayenas a quienes enseñaste.

Me tuve que ir a hacer diligencias de bancos en la tarde, ya que me iba al día siguiente y el entierro iba a ser al mediodía. Mientras esperaba, una larga hora, el aire acondicionado me secó el sudor de la calle y me adormeció. Esperando, dejé de leer el papelito donde tenía anotado las listas interminables de cosas por hacer. Me vino a la mente tus ojos abiertos en la morgue, ya memoria, ya pasado, ya historia. Te los había cerrado y los volví a abrir. Es solo un cuerpo de carne, no está Sarita. Tomé tu cabeza en mis manos para decirte adiós, darte gracias por darme vida, por el empujoncito que tanto me ha durado. Salté al llenarme las manos con el charco de sangre en que llacías. Cuerpo de carne, uñas blancas, ojos fijos, mantas embojotadas, cuarto con llave, morgue caliente, no encontramos el vestido, la puerta da al estacionamiento, ya vino la camioneta. Chao para siempre, Sarita.

¿Qué puedo hacer en un banco con frio de morgue, esperando mi turno con un papelito de listas en la mano, para no delatar mi quebranto y dolor? Saco de nuevo la pluma y me salva la acción de escribirlo, tal cual como lo hago en este momento, en este silencio, en este cuartico alemán, como siempre lo hice contigo, dialogando de lejos en mis incontables cartas de adolescente inglés, de letra minúscula en rapidograph 0.5, que nunca leíste por que era demasiada pequeña la letra, así me confesaste ya de grande, cuando encontramos la caja repleta de cartas y poemas escritos en papel azul, fino y liviano de correo por avión, con estampillas de la Reina, miles de relatos a mis padres, reflexiones de todo lo que veía al crecer, al analizar el mundo que se ampliaba a los ojos de un muchacho sólo en Londres, con sus padres imaginarios. Casi todas devoradas por las ratas en los depósitos húmedos y mohosientos de La Perla.

UN CARIÑO DE GRACIAS

Tu mirada,

inmóvil

a través de los trapos que te envuelven,
ahora cerrada.

Uñas blancas, piel amarilla de frío,
del cual no temblarás jamás.

Acaricié tu pelo espezo
por última vez,

un cariño de gracias
de tu Emilito querido,

me sorprendió tu ausencia
al ver mi mano en sangre,
por el diluvio que te cambió
en pozo izquierdo brutal.

Te quedas sola en un cuarto mudo, sin cuadros de Mercedes,
caliente, sin ventanas, embojotada.

Quedan tus ojos abiertos para siempre,
aunque se apague la luz y se cierre con llave,
en espera del camión que te pondrá el vestido nuevo
para la última gran reunión.

Descanso final
que tanto pediste,
que tanto luchaste,
y bien mereciste.